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Un lagar rupestre en el camino

Un lagar rupestre en el camino

En Santurnia vemos cómo se elaboraba vino en 1300

Hace unos días, de vuelta de las viñas de Conde de los Andes al pie de las estribaciones de la sierra de Toloño, aparcamos un momento a un lado de la pista de tierra y en tres zancadas llegamos a los restos del lagar rupestre de Santurnia. El nombre hace referencia al lugar, uno de los parajes del vallejo que se extiende entre el Ebro y el monte, a caballo de los términos municipales de Briñas y Labastida. El lagar en cuestión es uno de los más importantes de toda esta zona de sonsierra.


Vistas extraordinarias


Elevado sobre una plataforma calcárea por encima de pequeñas parcelas de cepas viejas, el lagar ofrece una panorámica excelente de toda la cabecera riojana de la depresión del Ebro. Al otro extremo se recorta en el horizonte la sierra de la Demanda. El inconfundible pico-pirámide del San Lorenzo, la cumbre más alta de La Rioja, se veía cubierto de la nieve caída el 8 de marzo.

El efecto mirador quizá haya tenido un papel importante en la preservación del lagar de Santurnia. Desde que se dejó de usar como tal, en algún momento del siglo XV o XVI, debió convertirse en un punto de observación y vigilancia privilegiado.

Un lagar rupestre en el camino


Viaje en el tiempo


Imaginemos estas tierras hace 700 años. El entorno agrícola no debía diferir mucho del actual. Una sucesión de pequeñas viñas cubriría las laderas, salvando barrancos y pequeñas quebradas. Por encima de la loma oriental asomaría el primitivo campanario románico de Labastida. Los lugareños, tanto de este pueblo como de Briñas, llevaban décadas especializándose en el cultivo de la vid. El clima les favorecía, pues el enfriamiento de las regiones de más al norte había acabado con el viñedo que antes circundaba poblaciones como Vitoria o Salvatierra, al tiempo que había disparado la viticultura en las vertientes más cálidas y soleadas de la Sonsierra. Hubo otro factor clave: la apertura del comercio del vino. La corona castellana abrió las puertas del mercado vitoriano ?y posteriormente, también de otras villas vascas? a los vinos riojanos.

La actividad vitivinícola se multiplicó. Por todo el territorio, la construcción de lagares sobre la base rocosa de los suelos de la comarca respondía a la necesidad de producir vino rápidamente y a pie de viña. La demanda crecía cada año y no se podía perder tiempo. Tras pisar la uva en el lagar, el mosto se llevaba en pellejos a fermentar a las casas de los pueblos. En pocos días, el vino que resultaba ya estaba preparado para la ?traviesa?, el traslado a mula y caballo, remontando los puertos serranos, desde tierras riojanas hasta las ciudades de más al norte.

El estudioso Miguel Larreina sostiene que la expansión de los lagares también puede explicarse por la situación fronteriza de Rioja Alavesa. Los frecuentes conflictos entre los reinos medievales de Navarra y Castilla no aconsejaban construir infraestructuras que pudieran ser destruidas con facilidad. Obviamente no era el caso de un lagar rupestre, cuya base pétrea era toda una garantía de permanencia. Sí podía quemarse la viga de palanca y otras piezas de madera, pero todo eso era fácilmente reemplazable.


Imaginando el lagar en marcha


Actualmente el lagar de Santurnia está indicado y cuenta con algunos paneles descriptivos de su historia y uso. Es interesante aprender cómo debían funcionar las viejas máquinas, con sus pórticos y riostras, sus husillos y contrapesos. Tambien imaginar la corriente de vino que se iba desplazando por los canales y piletas hasta el torco. Las formas de elaboración, incluso las variedades, diferían de las del presente, pero seguro que en el vino hecho en Santurnia, al aire libre, surgía un aire familiar, un conjunto de matices cuyo rastro hoy podemos seguir en nuestro vino de Conde de los Andes.

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